Cada lugar vibra de una manera especial. Yo crecí junto al océano y reconozco que lo busco y me hace bien, por eso construí mi casa frente al mar. 

Pero también me equilibra la montaña, donde “la Tierra está arriba”.  

Para la mayoría de los animales, la seguridad está en la tierra; en la cueva, la madriguera, o afirmando sus garras o pezuñas para correr o atacar.  Para los pájaros es al revés. Su seguridad y sustento está en el aire. 

En la montaña, mi sensación personal es que todo va hacia arriba y que desde arriba se establece el orden. Como si uno estuviera sostenido como los títeres, que reciben sus comandos de movimiento desde algo que los maneja desde más arriba que la cabeza. Allí está la claridad y también la seguridad. 

En el lenguaje que me va enseñando mi intuición, quiere decir que en la montaña mi arraigo viene de lo alto, no desde mis pies, como lo siento en la mayoría de los lugares que habito

La montaña me recuerda la conexión con lo liviano, pero también con la dureza de la vida allí.  A veces, me es irresistible poner a prueba estos extremos. 

Esta vez  salí de caminata solo, a 3500 metros de altura, por encima del vuelo de los cóndores. Tomé un sendero equivocado y me perdí durante 6 horas. Cayó el sol y el lecho del río que había elegido  para salir, terminaba en un precipicio imposible de sortear. 

Me asusté. No me daba la fuerza para volver atrás y desandar todo el camino que había ido improvisando paso a paso desde el punto en que perdí el sendero marcado. 

Frente al peligro, también aflora la visión clara y la entrega para dejarme guiar. 

En el último claroscuro del día miré hacia arriba y decidí volver a trepar para reubicarme desde lo alto.  Justo donde estaba, era piedra que se desmoronaba fácilmente, pero me hice liviano, me hice cabra, me hice serpiente y zigzagueé hasta la cima, con el corazón a golpes en el pecho y dando mordidas al aire para respirar el aire demasiado fino de oxígeno. 

Agradecí a las ovejas y las cabras que trillan la montaña buscando alguna hierba dura de arrancar para comérsela. Yo pisaba donde alguna vez había habido alguna pezuña y me agarraba de las mismas hierbas duras con mis manos congeladas para ayudarme a subir. 

Cuando llegué a la cima de ese pico, me recibió un cóndor volando muy cerquita de mi. Levanté mis brazos para recibir la majestuosidad de su presencia, con un dejo de miedo. Me recordó para mis adentros, mi flagrante debilidad en sus dominios. Yo aún no era presa. Pero podía serlo. 

Movió el cuello apenas, como para indicar que registraba mi presencia y siguió.  De ese breve intercambio, yo sentí aliento para seguir.  

Dos pasos más adelante, di la vuelta a una pared de montaña que yo imaginaba me separaba de mi vía de salida hacia abajo. 

Me decepcionó ver que lo que encontré era otra pared de montaña más, casi pelada, sin un sendero y muchos cientos de metros de bajada por hacer. 

Ya bastante oscuro el aire, empapado de sudor, con el frío de una nube estrellando millones de gotitas de vapor de agua en mi cara, sabía que ya no iba a ser yo solo el artífice de la bajada de esa montaña. 

No había elección racional para hacer. Perdido por perdido, cada paso a tomar era un evento en sí mismo. Me enfoqué en hacer los pasos densos, concretos, firmes. Cada pie en su apoyo, con toda la tierra o roca que pudiera haber disponible para sostenerme y recibir la suela de mis zapatos. Cada paso llevaba absolutamente toda mi atención. 

Pensé en mis hijas, en mis padres, mis hermanos, mis ancestros, en las personas que amo, pero dejaron de ser un pensamiento que pudiese distraerme y pasaron a ser una intención.  La de salvarme y volver sano. Por ellos y gracias a ellos saldría de allí, pero quedándome tranquilo que siempre di lo mejor que pude dar de mí y que todos seguiríamos nuestro camino en paz, si llegado el momento no nos volvíamos a encontrar. 
Agradecí al sol, al cielo, a las nubes y a las montañas por sostenerme en el desafío y por apoyarme a cada paso. Me unifiqué con ellos y me sentí seguro. 

Pasé de pensar, a sentir. Hice de mi cuerpo una brújula, un giroscopio, un péndulo. Un instrumento que se dejaba manejar hacia adelante, hacia atrás, o a aquietarse. 

Empecé a dejarme llevar por una sensación en el plexo solar equivalente al -sí, adelante, un paso más. Sino, algo como una imán en la espalda, equivalente al -no, detenete y volvé sobre tu huella a buscar otro milímetro más seguro hacia dónde seguir. 

Por más que contradecía a veces mi pensamiento, este vaivén de impulsos me llevó hasta una grieta vertical. Era un tipo de descenso que descartaría racionalmente por lo arriesgado, pero confíe y seguí bajando con manos y pies. 

Cuando ya no se veía nada, escuche voces. Era una familia de indígenas locales, marchando en fila contra el borde del cañón. Les grité y me dirigieron para  terminar mi bajada por un sendero hasta ellos. 

Luego marchamos más de una hora en la noche hasta la población más cercana, sorteando el agua del río, por el fondo del cañón. 

Llegué sano y a salvo, guiado por lo que no se ve y habiéndome encontrado con la esencia de mi vida, una vez más. –

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